En varias ocasiones, por
no decir siempre, dices:
—Eso
nunca me va a pasar a mí…
Bajo
un árbol enorme (de esos que ya no se ven por la ciudad) con el tronco más
grueso que los macetones que ponen para adornar, las ramas parecen colgar
series de focos navideños. Nos hemos refugiado del sol y la multitud está alrededor
de la gigantesca plancha de cemento.
Al
lado mío, una señora de 72 años con vestido verde y cabeza blanca, huye de la
insolación y mira a todos los que pasan con bolsas y maletas llenas de
despensa.
—¡Ni
que se fueran a cambiar de casa!
La
condición emocional, que me ha provocado pisar un lugar así y mirar que no soy
la única, hace que me guarde cualquier comentario y omita una opinión. Siento
un extraño luto por la pérdida de la libertad.
La
hija de mi compañía (esa señora con vestido verde), se acercó apresurada
perdiendo su lugar en la interminable fila que desde hace horas atrás se
formaba alrededor del patio central.
—¡Mamá,
que las naranjas con cáscara no pasan!
La
mamá e hija pelan con prisa las naranjas; horas después me entero que ningún
alimento con cáscara puede pasar porque al fermentarse son usadas para producir
alcohol, para inyectarles sustancias ilícitas o hasta para usarse como armas
blancas, para lanzar el jugo en los ojos.
—Es mi hijo el
que está aquí…
Se sentó
otra señora de mi lado derecho con los zapatos sucios y un cansancio en su cara,
escucho con atención.
—Estaba
en la fiesta, no le voy a negar que mi hijo no toma… salió borracho y se acercó
a un coche para orinar, unos policías lo vieron, le querían sacar dinero y se
enojó mi hijo. Los golpeó pero ¡no pudo con los cuatro! Se lo llevaron al MP
diciendo que iba a robarse el coche…
A
penas diez minutos transcurridos son suficientes para contar lo que están
viviendo, la necesidad por ser escuchadas nos hizo confidentes en tan poco
tiempo.
—¿Cuánto
tiene el tuyo hija?
—Una
semana…
—¡Por
orinar mi hijo paró aquí!
No
tenía que decir más, para saber en ella su indignación y los absurdos por los
que él y cientos estaban a un muro de distancia.
—El
mío por robo calificado.
La
señora que nos escuchaba decidió romper el silencio y bajo ese anonimato lleno
de comprensión y entendimiento habló de su hijo, no sin antes defenderlo y
justificar lo que los trajo hasta ahí:
—Mi
hijo es buen muchacho, las madres siempre tratan de encaminarlo… Se juntó con
una niña que le hacía “a la mona”; él no tenía ningún vicio, pero por ella
empezó a drogarse. A él gracias a Dios no le faltaba nada, pero la mujer robaba
para conseguir droga, se embarazó y ahora atracaba en el microbús para ella y
para el niño. Mi hijo se quedaba en la casa esperándola y cuidando al niño.
Hasta que los vecinos se pusieron de acuerdo para denunciar a la muchacha, los
policías fueron a buscarla a la casa. Dejó lo que robó ese día en la recámara
de mi hijo. Cuando vio a la tira, mi hijo tomó al bebé, y usted sabe que con un
bebé en brazos no se corre igual, y pues me lo agarraron… La mujer nunca
apareció, al niño ya lo recogió el DIF y ahora mi hijo está pagando su amor…
En
las manos tiene un papel que le ha dado vueltas y vueltas al contarnos su
historia, lo dobla y se lo lleva a la cara para secar el sudor.
—Mi
otro hijo, el más pequeño tiene 14 años, vio el vicio en la casa y ahora lo
tengo en un anexo.
Hace
una pausa en espera de comentarios, pero ni la señora ni yo nos atrevemos a
decirle algo.
—Afortunadamente,
tengo mi puesto de dulces y estamos con el abogado de oficio, dicen que es
bueno…
Llega
su esposo y se va. Se despide como si nos conociéramos de años, la plática y el
estar ahí nos hace cómplices y compañeras. La señora de 72 años se queda bajo
la sombra del árbol, ya que por la contingencia sanitaria, las personas mayores
no pueden entrar, me despido de ella y corro a la fila.
De
seis filas en total, dentro de procesos innecesarios y llenos de corrupción, la
primera que haces dura unas seis horas, otras que duermen ahí pasan doce horas
para poder entrar primero y contar con una hora más para estar con su familiar.
—Los
minutos aquí son oro. —Dice el señor que ha traído su cobija y una silla de
plástico para apartar el primer lugar en las interminables filas. Pero pese a
la desvelada, le toca la ficha número 75.
No
tan afortunada y siendo las seis de la mañana, te marcan en la muñeca el número
289. La tinta negra de aceite hace que por más de dos días recuerdes lo que
simboliza ese número.
—Y lo que te espera…
Un camino sinuoso lleno de
humillaciones y trato como lo que significas para aquellos custodios que
aprovechan tu desesperación y ansias por ver al que está sufriendo adentro,
para sacarte dinero por todo, ellos te ven como: “el familiar de un
delincuente”, pues no distinguen si has llegado a ver a tu hijo por cometer el
crimen de orinar en un coche y estar sentenciado a 12 años, por defender a un amigo de los abusos de la
policía con 5 años; por el deportista de lucha greco romano que en julio se iba
a ir a los panamericanos y que por estar en su coche con el estéreo a todo
volumen ahora no tiene derecho a fianza por alterar el orden público y no darle
al poli para “el chesco” o por cualquiera de las decenas de historias que
escuchaba mientras permanecía parada en el sol que quemaba hasta la más mínima
alegría o esperanza por ver a la persona que con la vida apagada espera verte
por lo menos a ti feliz por estar en un lugar mejor que adentro.
Son peores los
resultados: una tortuosa visita, ya que tantas injusticias te revelan la
realidad del sistema penitenciario y la aplicación de la famosa ley de Darwin
“La ley del más fuerte” traducida en el contexto mexicano: a “La ley del más
rico, del más influyente, del cabrón” porque los que han llegado hasta ahí, el común
denominador ha sido por la ignorancia de sus derechos, la falta de dinero o el
caso mío y de cientos más, porque alguien le llegó al precio al juez.
Pasada la
primera de seis filas, continua otra de registro; por si fuera poco además de
aquella semana de angustia y donde apenas te enfrentas a lo terrible de tener a
uno de los tuyos en el reclusorio. Las actividades se ven entorpecidas por la
famosa influenza, aquella que ha sembrado miedo en la población en general;
pero en el reclusorio no les importan las amenazas proféticas de los medios de
una pandemia, la gente está al pie del cañón sin cubre bocas, amontonada en
multitudes y como si le facilitara las cosas a ese dudoso virus, la mayoría de
la gente de clase baja está reunida con gripes y expuesta a un sol delirante.
—¡Que
influenza, ni que nada! Aquí tenemos cosas verdaderamente importantes por las
cuales preocuparnos y estos puercos (refiriéndose a los custodios) no nos dejan
entrar.
Grita
una señora igual a las que generalmente acuden ahí: babero a cuadros, pantalón
de algodón, chanclas y cabello corto con un tinte muy lejos al de su color
original.
Por este
obstáculo “los puercos” como así los califican con todo el mérito recibido,
hacen “su agosto”, pues además de la cuota normal que piden, ahora cobran
veinte pesos más por la influenza. Pero se vieron generosos y en su paquete de
corrupción incluyeron un gel desinfectante y cubre bocas (que se supone
gratuitos por parte del gobierno del D.F.) que solo fueron gratuitos cuando
estaba el Jefe de Gobierno de visita en el reclusorio y los medios grababan “la
generosidad” del Gobierno. Cuando se marchó el último camarógrafo de Milenio,
empezó la vendimia obligada para entrar.
La
tercera fila de seis, era más caótica que las anteriores, pues se trataba de una
sala compuesta por diez filas, cuerpo contra cuerpo y un calor que deprime los
sentidos; con ese cansancio inexplicable y el aturdimiento de tantos olores de
comida podrida o la mezcla del sudor de cientos de personas que aguardamos en
la revisión de la comida. El mecanismo es así: para evitar infiltrar drogas,
alcohol o armas, las custodias (todas ellas mujeres) revisan a detalle cada
producto que metes en bowls o tuppers, con cucharas llenas de la comida
que revisaron antes que la tuya. Meten ese sucio metal en la tinga que le ha
preparado su mamá a Jorge, un joven de 17 años que está en ingreso y fue
golpeado recién llegó por no dejarse quitar sus tennis Nike que apenas se había comprado en las rebajas de Martí; el metal
sucio que tenía merengue y lo que parecía mole verde en la parte inferior de la
espátula, revuelve el guisado y verifica que no estén en el fondo del suculento
manjar, bolsas de piedra o de hierba…
—Aquí
uno se la sabe de todas, han metido coca hasta por el ano.
Por
eso, hay otro retén después de haberte revisado la comida. Sigue la fila para
revisión personal.
Generalmente,
en la revisión para mujeres abundan las custodias corpulentas, pelo corto y
otras que disimulan: cola de caballo relamida con gel, con pantalones angostos
y playeras más aguadas que un camisón. Son quienes te revisan y aprovechan para
tocarte entre tus senos y la vagina con el mejor pretexto: no introducir drogas
al interior del reclusorio y de paso aprovecharse de esa impresión que causa
pisar un lugar así por primera vez y pedirte dinero porque esos tennis no
pueden pasar…
Algunas
mujeres corremos con suerte y pese a un mal trato o a que nos tocaron “de más”,
nos dejan continuar. Pero a la joven delante de mí, con jeans y playera ajustada, no le fue tan bien, pues la custodia pasó
sus manos entre sus piernas se detuvo porque sintió lo que ella calificó “como
un bulto”.
—¡Bájate
los pantalones y enséñame lo que traes ahí!
La
chica volteó hacia atrás y con una mirada de auxilio, dio un largo respiro y
enseñó que entre sus piernas estaba la toalla sanitaria que se puso horas antes
de ingresar.
—¡Pásate!
Pero para la otra no me traigas de las gruesas…
Su risa cínica
me hace temer mi turno, tiemblan mis manos mientras me toca y me pide el dinero
acostumbrado para que “no me la arme de tos”. Corro a otra fila que espera por
fin la entrada al reclusorio.
Es como una
secundaria de gobierno… sus paredes están despintadas y con huellas de manos
sucias que se han recargado ahí ante el cansancio de traer más de cuatro bolsas
(pues tiene que valer la pena el viaje), cada una pesando más de diez kilos;
hay letreros hechos a mano, otros en computadora (la modernidad también llego
ahí) explicando las rutas y los procesos que hay que llevar para visitar a los
internos. Huele a tristeza y resignación. Parece una escuela abandonada, no de
gente, porque habemos muchos zombis en ese lugar al que acudimos en millares,
sino abandonada por la justicia, por el reflector crítico de la sociedad o del
gobierno, por la ley, pues adentro es más fácil conseguir droga y a “precio
especial” que afuera. Adentro abundan las armas y el alcohol, adentro,
paradójicamente las leyes se rompen y los custodios infringen cualquier derecho
que tenías antes “cuando eras ciudadano”, adentro prevalece “La ley del más
rico, del más influyente, del cabrón”.
La
última fila nos esperaba de las seis truculentas formaciones, era rápida… No te
exponía a tortura psicológica. La credencial del IFE (por lo menos para algo
sirve) y dos sellos de tinta imperceptible para el ojo humano que te ponen en
el antebrazo derecho; para que al salir, tu brazo sea expuesto en una caja con
luz neón y vean que no te has cambiado con el reo o salga alguien sin
autorización. Algunos tienen mala suerte de que con el camino y el sol que pega
directo, se les borra el sello y tendrán que dar más de cien pesos a cada
oficial para poder salir del lugar sin sello invisible, una vez que hayan demostrado
que son visitantes y no un reo más.
Después
de este camino, hay un alambrado que reina en el lugar. Los custodios me siguen
hasta dónde está mi familiar, aquel con cara cansada, decepcionada y
desilusionada. Es un semblante que no puedo (o mejor dicho) no me atrevo a
describir. ¡Sabrá Dios, lo que a él le ha tocado vivir!
Camino
hacia él, su ropa beige prestada o comprada por cinco pesos es el outfit de ese día. Me concentro para no
pensar en lo mal que la ha pasado. Seguramente yo estoy en la gloria.
Él mira de pronto. Es su hermana
con cuatro bolsas, cada una de más cinco kilos.
—¡Tiene que
valer la pena la visita! —Le oye decir.
Camina hacia
ella, reacciona con una risa fingida, quiere hacerle creer que todo está bien.
Su encorvamiento delata su cansancio, endereza el pecho y saca la última
alegría que le había robado ese lugar, la saluda y queda frente a ella, sólo le
queda responder ante la pregunta de su hermana.
—¡Estoy bien!
¿Y tú?
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