Sentada en el parque, bajo
la tranquila sombra del árbol más grande de ahí, observo, casi estudio a
detalle el modo adoptado por cualquier paseante, corredor o trabajador que con
prisa cruza frente a mí, de cómo observan a los demás, se detienen, apartan o
apresuran su paso de acuerdo a la imagen externa que les provoca el desfile de
modas que transcurre a centímetros de nosotros (de los árboles y yo).
Estoy
convencida que esta sociedad tiene el impulso visceral de ponerle nombre a
todo, y como en la filosofía repasada en preparatoria a penas en 3 años para
entender lo que ha llevado más de cien vidas, descubrir el concepto:
“interpretación” y que de ahí surja la arbitrariedad para designar “clases” y
“categorías”.
En
esos tiempos aquellas clases y categorías iban y se dirigían en definir
conceptos importantes para el conocimiento, quizá para lo que va más allá del
alma, y no en este contexto que da nombre a lo externo; sin embargo ahora hemos
hecho de ese ejercicio de interpretación, una horrible manía de discriminación.
No
sólo en el parque se da espacio a las butacas para presenciar tal obra falsa,
es en todos lados donde se manifiesta este nuevo ejercicio cotidiano…
—Aceptémoslo,
tú también lo has hecho…
Puedo
enumerar cientos de escenarios, en los cuales lo he vivido y tú has
participado…
Pero
me referiré a dos casos para ser concreta, y no obligarte a realizar un examen
concienzudo de la moral:
Ese
día habíamos sido invitados a una fiesta que prometía ser alegre, pero sobre
todo “mexicana”. Y a mi mente vino el tricolor de la bandera adornando todo el
lugar, el pozole, la cebolla, el olor fresco de orégano y las botanas nadando
en albercas de aceite.
Incluso
trencé mi cabello para entrar “en ambiente” y convencida salí con nada en la
“panza” para comer hasta capirotada.
Una
mesa rectangular nos esperaba, sin manteles tricolor, ni mucho menos totopos,
crema o la rojiza agua de Jamaica… En esa ocasión sólo estaba al centro un
puñado de frijoles crudos, casi como piedritas repartidos en varios montones a
lo largo de la plancha metálica blanca sin ningún adorno como esperaba.
Al
fondo de la mesa, obtuve un lugar para participar en lo que anunciaban los
anfitriones era el mejor juego de “nuestra vida”, en efecto se trataba de un
juego…
Colocaron varias planillas a cada invitado, un bonche de cartas cargaban
los merolicos con la promesa de jugar “La Lotería” más mexicana que la
acostumbrada.
Tomé
mis frijoles esperando ser la primera en completar el extraño juego sin dirigir
la mirada a los dibujos improvisados casi hechos al aventón y que estaban
impresos en los cartones repartidos e inspirados en copias baratas de otras
personas.
Preferí
mirar a mis compañeros de juego de re ojo y adivinar de acuerdo al disfraz de
ese día que tan “buenos serían o no”. La única trenzada en esa fiesta era yo,
pero al lado mío con sombreros, broches, botones, barba de candado, barba
cerrada, tacones, zapatillas bajas, faldas, vaqueros, un brillo más, un brillo
menos, hacían que en cada uno resaltara algo de si o de lo que querían mostrar.
El
juego comenzó, el borrachín portando un traje de lentejuelas color azul y la
moral inflada gritó el primer personaje en su baraja:
—Laaaaaaaaaaaaa
Flaaaaaaacaaaaaaaaaaaa…
Siguió
rápidamente a mostrar la próxima carta, no esperó a que los demás reaccionaran
y de manera automática comenzamos a reír, buscar en los cartones una mujer con
apariencia a palillo.
—Eeeeeeeeeeeeel
gordooooo…
De
las 12 personas asistentes al “festín” sólo once rieron a carcajadas y una voz quedo
callada para dar paso a desviar su mirada.
El
merolico cambió la modulación de su tono y con gestos señala a la primer pareja
de la fila derecha sentada para dar paso al grito:
—Looooos
naaaaaacooooosssss…
Sonrojados
se miran mutuamente para entender entre tanto adorno con marcas ¿cuál sería el
problema en su atuendo para esa fiesta?
La novia indignada, arrebata
al hombre la carta para descubrir en ella la fotografía tomada cuando caminaban
justo por el parque en el cual me encontraba.
Pese
al enojo de la pareja, el anfitrión continúa sin detenerse en sentir algo por las
miradas perplejas de los que aún no habían sido nombrados…
—Laaaaaaa
coooooooorruuuuuuuuupta…
Seguido
de ello, pasó toda una baraja cargada de adjetivos, etiquetas o “nombres” con
los cuales los asistentes ahí, nos identificaban:
—El
puuuutooooo…, la puuuutaaaaa…, el drogadictoooo…
Las
tarjetas iban recorriendo uno a uno de los asistentes, pese a que nadie los
señalaba más que el particular color rojizo en las mejillas al sentirse
aludidos o descubiertos de entre esos disfraces sofisticados, lo que tanto
buscaban desaparecer.
Sin
duda alguna esta fiesta, la fiesta de los disfraces… Se trataba del nuevo
estilo mexicano: como lotería gritar sin más que la conciencia propia como
parámetro, para definir, calificar e interpretar la mirada, la sonrisa, la tristeza
o el miedo de alguien, y reducirlo a la burda categoría inventada en estos
tiempos “modernos”.
Aquí,
como en el parque, como en la fiesta, como en la lotería… o como en el súper
mercado: importa tu empaque.
En el
segundo ejemplo de cómo ha tomado terreno el juzgar por juzgar, y el prejuzgar
por pre juzgar, recordaba las pesadas visitas al supermercado y el cambio de
paradigma que se dio de una “etiqueta” a otra.
Antes,
en la década de los 80´s todo debía tener la etiqueta fosforescente característica
con los números carcelarios marcando los
precios de los productos en venta en
cualquier estante. Las etiquetas impuestas por una máquina operada por una
empleada, clasificaba el valor del producto de acuerdo a una lista que en la
“Dirección General” del supermercado enviaban, o a veces por el humor en turno
de la señora que clasificaba de acuerdo al frío o el calor del día, y esto a su
vez cómo la había pasado.
La
vieja práctica del etiquetado manual, quedó en el pasado y lo sustituyó la
modernidad, los avances revolucionarios del siglo XX trajeron el código de
barras.
Para
los niños, siempre los niños… Fue más fácil cambiar sin problemas las etiquetas,
incluso burlarse de lo prefijado por el ogro del súper mercado.
Ahora
los barrotes negros seguidos de números encerraban esa cárcel bicolor: tu
precio, peso, apariencia, estatus, apellido, partido político, religión y hasta
incluso tu sabor favorito de chicle.
Pese
al escepticismo de los niños por el nuevo método de etiquetado, para remover
los barrotes negros con blanco, ya no sólo era juego de niños; ahora era
necesario retirar toda la sábana de la lata abollada con agua caliente o raspar
el vergonzoso pasado con tijeras y cubrirlo con otra etiqueta "menos
pior".
En
el aparador de cinco pisos todos permanecemos formaditos, incluso las que nos
sentimos libres fuera de la obra sentadas en contemplación en un parque, hasta
nosotros permanecemos ahí… Nadie se escapa del etiquetado.
Inertes
los soldados en el piso de abajo, están colocados estratégicamente para que la
gente no se percate de ellos, y aunque vuelvan a producir más como ellos, estarán destinados a permanecer ahí: al ras
del polvo y las ratas nocturnas que buscan devorar los paquetes remojados por
la humedad y el desahucio, es decir, los jodidos.
Generalmente
su empaque ha sido pisado cientos de veces por los curiosos o los que teniendo
la chequera abierta pueden comprar cientos de empaques como esos y retirar el
producto del aparador, a eso se le llama en estos tiempos: daños colaterales.
En el siguiente escalón gigantesco del anaquel
piramidal tenemos los que “ni son de
aquí ni son de allá...”
Incapaces
de acceder a una educación de calidad pero tan arrogantes para ayudar a sus
vecinos, a los del piso de abajo.
A
veces jugando a ser profesionales, otras veces jugando a ser políticos…
Hasta
arriba a tan sólo centímetros de distancia los empaques dorados con ediciones
especiales y en unos aún se conserva la fachada churrigueresca de los tiempos
de Porfirio Díaz, cuando al ser prieto y calzar como francés era bien visto.
Pese
a tener el mismo contenido o en algunos casos incluso peor que el de los demás empaques
humedecidos... El tener el privilegiado letrero "producto nuevo" los
hacía mayormente atractivo para el público espectador: tacones, relojes, botas,
corbatas, cinturones, collares, uñas... Para embellecer un producto que ya de
por si olía a podrido...
Y
hasta "mero arriba" donde ni si quiera mi vista alcanza, hay algunos
paquetes: contados los paquetes, que tienen la vista privilegiada de un pent
haus en Tepito para dibujar los nuevos códigos de barras que estarán de moda la
próxima temporada.
Ante
ello, nadie escapa del gritón que anuncia tu carta de la baraja, ni mucho menos
del acomodo en el supermercado…
Todo
lo que existe y existirá deberá pasar por el riguroso escrutinio social, en el
cual se basarán en el aspecto físico para darte un lugar en el juego de la
vida.
Porque
dentro de las infinitas palabras en todos los idiomas, dialectos y lenguas; esta
sociedad se caracterizará por ser la que nombra, etiqueta y pone en lugares
como carreras de caballos todo lo que existió existe y existirá, pero
paradójicamente la sociedad ni si quiera cabrá en ninguna definición, porque
ella misma aún no conoce si quiera su propio significado.