viernes, 2 de enero de 2015

Próxima temporada

Sentada en el parque, bajo la tranquila sombra del árbol más grande de ahí, observo, casi estudio a detalle el modo adoptado por cualquier paseante, corredor o trabajador que con prisa cruza frente a mí, de cómo observan a los demás, se detienen, apartan o apresuran su paso de acuerdo a la imagen externa que les provoca el desfile de modas que transcurre a centímetros de nosotros (de los árboles y yo).

Estoy convencida que esta sociedad tiene el impulso visceral de ponerle nombre a todo, y como en la filosofía repasada en preparatoria a penas en 3 años para entender lo que ha llevado más de cien vidas, descubrir el concepto: “interpretación” y que de ahí surja la arbitrariedad para designar “clases” y “categorías”.

En esos tiempos aquellas clases y categorías iban y se dirigían en definir conceptos importantes para el conocimiento, quizá para lo que va más allá del alma, y no en este contexto que da nombre a lo externo; sin embargo ahora hemos hecho de ese ejercicio de interpretación, una horrible manía de discriminación.

No sólo en el parque se da espacio a las butacas para presenciar tal obra falsa, es en todos lados donde se manifiesta este nuevo ejercicio cotidiano…

—Aceptémoslo, tú también lo has hecho…

Puedo enumerar cientos de escenarios, en los cuales lo he vivido y tú has participado…

            Pero me referiré a dos casos para ser concreta, y no obligarte a realizar un examen concienzudo de la moral:

Ese día habíamos sido invitados a una fiesta que prometía ser alegre, pero sobre todo “mexicana”. Y a mi mente vino el tricolor de la bandera adornando todo el lugar, el pozole, la cebolla, el olor fresco de orégano y las botanas nadando en albercas de aceite.

Incluso trencé mi cabello para entrar “en ambiente” y convencida salí con nada en la “panza” para comer hasta capirotada.

Una mesa rectangular nos esperaba, sin manteles tricolor, ni mucho menos totopos, crema o la rojiza agua de Jamaica… En esa ocasión sólo estaba al centro un puñado de frijoles crudos, casi como piedritas repartidos en varios montones a lo largo de la plancha metálica blanca sin ningún adorno como esperaba.

Al fondo de la mesa, obtuve un lugar para participar en lo que anunciaban los anfitriones era el mejor juego de “nuestra vida”, en efecto se trataba de un juego… 

Colocaron varias planillas a cada invitado, un bonche de cartas cargaban los merolicos con la promesa de jugar “La Lotería” más mexicana que la acostumbrada.

Tomé mis frijoles esperando ser la primera en completar el extraño juego sin dirigir la mirada a los dibujos improvisados casi hechos al aventón y que estaban impresos en los cartones repartidos e inspirados en copias baratas de otras personas.

Preferí mirar a mis compañeros de juego de re ojo y adivinar de acuerdo al disfraz de ese día que tan “buenos serían o no”. La única trenzada en esa fiesta era yo, pero al lado mío con sombreros, broches, botones, barba de candado, barba cerrada, tacones, zapatillas bajas, faldas, vaqueros, un brillo más, un brillo menos, hacían que en cada uno resaltara algo de si o de lo que querían mostrar.

El juego comenzó, el borrachín portando un traje de lentejuelas color azul y la moral inflada gritó el primer personaje en su baraja:

—Laaaaaaaaaaaaa Flaaaaaaacaaaaaaaaaaaa…

Siguió rápidamente a mostrar la próxima carta, no esperó a que los demás reaccionaran y de manera automática comenzamos a reír, buscar en los cartones una mujer con apariencia a palillo.

—Eeeeeeeeeeeeel gordooooo…

De las 12 personas asistentes al “festín” sólo once rieron a carcajadas y una voz quedo callada para dar paso a desviar su mirada.

El merolico cambió la modulación de su tono y con gestos señala a la primer pareja de la fila derecha sentada para dar paso al grito:

—Looooos naaaaaacooooosssss…

Sonrojados se miran mutuamente para entender entre tanto adorno con marcas ¿cuál sería el problema en su atuendo para esa fiesta?

La novia indignada, arrebata al hombre la carta para descubrir en ella la fotografía tomada cuando caminaban justo por el parque en el cual me encontraba.

Pese al enojo de la pareja, el anfitrión continúa sin detenerse en sentir algo por las miradas perplejas de los que aún no habían sido nombrados…

—Laaaaaaa coooooooorruuuuuuuuupta…

Seguido de ello, pasó toda una baraja cargada de adjetivos, etiquetas o “nombres” con los cuales los asistentes ahí, nos identificaban:

—El puuuutooooo…, la puuuutaaaaa…, el drogadictoooo…

Las tarjetas iban recorriendo uno a uno de los asistentes, pese a que nadie los señalaba más que el particular color rojizo en las mejillas al sentirse aludidos o descubiertos de entre esos disfraces sofisticados, lo que tanto buscaban desaparecer.

Sin duda alguna esta fiesta, la fiesta de los disfraces… Se trataba del nuevo estilo mexicano: como lotería gritar sin más que la conciencia propia como parámetro, para definir, calificar e interpretar la mirada, la sonrisa, la tristeza o el miedo de alguien, y reducirlo a la burda categoría inventada en estos tiempos “modernos”.

Aquí, como en el parque, como en la fiesta, como en la lotería… o como en el súper mercado: importa tu empaque.

En el segundo ejemplo de cómo ha tomado terreno el juzgar por juzgar, y el prejuzgar por pre juzgar, recordaba las pesadas visitas al supermercado y el cambio de paradigma que se dio de una “etiqueta” a otra.

Antes, en la década de los 80´s todo debía  tener la etiqueta fosforescente característica con los  números carcelarios marcando los precios de los productos en venta  en cualquier estante. Las etiquetas impuestas por una máquina operada por una empleada, clasificaba el valor del producto de acuerdo a una lista que en la “Dirección General” del supermercado enviaban, o a veces por el humor en turno de la señora que clasificaba de acuerdo al frío o el calor del día, y esto a su vez cómo la había pasado.

La vieja práctica del etiquetado manual, quedó en el pasado y lo sustituyó la modernidad, los avances revolucionarios del siglo XX trajeron el código de barras.

Para los niños, siempre los niños… Fue más fácil cambiar sin problemas las etiquetas, incluso burlarse de lo prefijado por el ogro del súper mercado.

Ahora los barrotes negros seguidos de números encerraban esa cárcel bicolor: tu precio, peso, apariencia, estatus, apellido, partido político, religión y hasta incluso tu sabor favorito de chicle.

Pese al escepticismo de los niños por el nuevo método de etiquetado, para remover los barrotes negros con blanco, ya no sólo era juego de niños; ahora era necesario retirar toda la sábana de la lata abollada con agua caliente o raspar el vergonzoso pasado con tijeras y cubrirlo con otra etiqueta "menos pior".

En el aparador de cinco pisos todos permanecemos formaditos, incluso las que nos sentimos libres fuera de la obra sentadas en contemplación en un parque, hasta nosotros permanecemos ahí… Nadie se escapa del etiquetado.

Inertes los soldados en el piso de abajo, están colocados estratégicamente para que la gente no se percate de ellos, y aunque vuelvan a producir más como ellos,  estarán destinados a permanecer ahí: al ras del polvo y las ratas nocturnas que buscan devorar los paquetes remojados por la humedad y el desahucio, es decir, los jodidos.

Generalmente su empaque ha sido pisado cientos de veces por los curiosos o los que teniendo la chequera abierta pueden comprar cientos de empaques como esos y retirar el producto del aparador, a eso se le llama en estos tiempos: daños colaterales.

 En el siguiente escalón gigantesco del anaquel piramidal  tenemos los que “ni son de aquí ni son de allá...”

Incapaces de acceder a una educación de calidad pero tan arrogantes para ayudar a sus vecinos, a los del piso de abajo.

A veces jugando a ser profesionales, otras veces jugando a ser políticos…

Hasta arriba a tan sólo centímetros de distancia los empaques dorados con ediciones especiales y en unos aún se conserva la fachada churrigueresca de los tiempos de Porfirio Díaz, cuando al ser prieto y calzar como francés era bien visto.

Pese a tener el mismo contenido o en algunos casos incluso peor que el de los demás empaques humedecidos... El tener el privilegiado letrero "producto nuevo" los hacía mayormente atractivo para el público espectador: tacones, relojes, botas, corbatas, cinturones, collares, uñas... Para embellecer un producto que ya de por si olía a podrido...

Y hasta "mero arriba" donde ni si quiera mi vista alcanza, hay algunos paquetes: contados los paquetes, que tienen la vista privilegiada de un pent haus en Tepito para dibujar los nuevos códigos de barras que estarán de moda la próxima temporada.

Ante ello, nadie escapa del gritón que anuncia tu carta de la baraja, ni mucho menos del acomodo en el supermercado…

Todo lo que existe y existirá deberá pasar por el riguroso escrutinio social, en el cual se basarán en el aspecto físico para darte un lugar en el juego de la vida.


Porque dentro de las infinitas palabras en todos los idiomas, dialectos y lenguas; esta sociedad se caracterizará por ser la que nombra, etiqueta y pone en lugares como carreras de caballos todo lo que existió existe y existirá, pero paradójicamente la sociedad ni si quiera cabrá en ninguna definición, porque ella misma aún no conoce si quiera su propio significado.