viernes, 20 de agosto de 2010

A mi mujer de maíz


Si la muerte no fuera el preludio a otra vida, la vida presente sería una burla cruel
Mahatma Gandhi


Por ella no pasaban los años. Era de buena madera, tal como el ébano: Fuerte en el carácter, suave al tratarla y con quietud en su ornamental rostro.
Mirarla, era como retroceder al último encuentro con ella, pues el polvo entre sus repliegues de la cara, corroían su escondida sonrisa detrás del armazón pintado de oro de sus lentes.
Su voz (abrazada por dientes con coronas de metal y porcelana), era enérgica, tenaz y sólida; pero era también la que dulcemente cantaba a sus nietos entre sus brazos con un rebozo rayado de colores, coplas que aprendió en medio del campo, allá por Ciudad Guzmán, mientras trabajaba a los cuatro años.
Desde niña, era tallada y pulida con las más rudas herramientas: su pasajera niñez concluyó a los cuatro, cuando difícilmente podía alcanzar el lavaplatos con un banco en la casa en la que trabajaba como “sirvienta”. Quizá tener como escuela la limpieza de un hogar ajeno, la hizo ser la más estricta en la limpieza, ahora sí, en su propio hogar; además de que esa vida le arrebató las letras, a diferencia de sus hermanos varones (por cierto).
Pese al analfabetismo forzado, se valió de artimañas para las cuentas del “mandado” y su rápida memoria para relacionar el dibujo del producto con lo que le pedían sus patrones “los americanos”.
Contaba mi abuelita, para, entre sus historias dolorosas, cultivar a sus nietos en la honesta humildad:
—Ellos tenían costales de dinero ¡eran dólares! Y yo nunca tomé ni un alfiler…
En esas tardes interminables, dónde el sol se detiene en la copa del árbol para alumbrarnos aún en la noche, las historias de la mujer que cocinaba, planchaba y todavía recortaba las hojitas de sus cinco nietos que aún no florecían; hacía que permanecer ahí fuera un paraíso de olores provenientes de las ollas de barro, peltre o vaporeras, que ardían bajo el templo de la mujer: la cocina.
Cuando gozábamos del fruto de la creación de sus manos, podíamos tener el privilegio de sentir una explosión en el paladar como el recorrido por una tierra lejana. Que pertenecía a los años en que la verdadera cocina venía de la tierra y no de un recetario ahora televisado por el canal 2.
Su babero (siempre con el uniforme de la ama de casa) portado con una singular elegancia, y debajo de él, su pulcro tronco impresionante: blusas que parecían almidonadas por el cuello y faldas tan rectas que se paraban solas. Medias color piel y zapatos negros, claro, tal como espejos.
Ella es el árbol que sufrió la pérdida de una hija con tres años, arrancada por la extrema pobreza que le facilitó a la poliomielitis la entrada a su jardín. Ella, era de esa madera que por fuera parecía tan fuerte, pero al interior, nadie se imaginaba que sería comida por las polillas de desdicha en una depresión oculta por su demencia senil.
Pero alrededor de la tierra donde ella nació y creció, dejó alimento a muchas aves, incluso proporcionó las semillas que formó a varias plantas que aspiran a ser, tal cual ese tronco colosal algún día fue.
Su muerte no es cuestión de tristeza, es alegría porque ya vive con Dios. Abuelita, siempre permanecerás con nosotros.

Escribo en una tarjeta blanca:
Q.E.P.D.
Ramona Guzmán Ramos
1920-2009.


jueves, 19 de agosto de 2010

Juguemos a vivir


Hoy es lunes, lluvioso y vacío. Trae consigo ausencia y soledad. Aquella soledad que no se disfruta y hace entrañar el recuerdo tuyo…
Hoy es lunes, el cielo está gris, él que tiene una orquesta de truenos en tu cabeza, pero sólo es un incómodo silbato sonando en tu oído. Una soledad que no te deja pensar en blanco o en cualquier otra cosa, más que en su humedad después de hacer el amor.

-Será mejor abandonar la casa…

Con estas condiciones tu refugio del gigante de hierro allá afuera, funciona como un aparato de tortura en tormentas de melancolía…
Además de su recuerdo, no todo está perdido, las gotas cargan consigo un exquisito olor a tierra mojada en la jungla de la ciudad.

Tu ir es inconstante, en realidad no sabes a donde te lleva el aguacero de recuerdos.

Tratas de disfrutarlo como antes, pero las gotas sobre tu cara duelen más hoy, y el sabor en tu lengua se hace más amargo mientras sigues caminando.
Decides tomar el metro bus (un viaje en el tren del escape), por suerte sus vagones lucen igual hoy: medio llenos, medio vacíos…

Sirve como escaparate para el agua tocando el cristal donde has recargado la cabeza y toda tu sosegada tristeza; miras allá afuera, dicen que el agua en un cristal distorsiona las cosas si miras a través de él.

A mí me parece que sí…. Las calles están vacías, sin ruido, sin insultos, sin tiranía… La lluvia provoca treguas cuando el sol quema en las cabezas de afuera.

-¡Ojala lloviera todo el tiempo!

Vuelves la mirada adentro, donde el agua no ha hecho el milagro ahí; algún mirón observa lo que llevas entre las manos (un libro de poemas que él te regaló), otro más respira tan fuerte como un jabalí, un niño narra a su mamá a gritos como le fue hoy, mientras que los cinco asientos que hay a tu lado izquierdo y tu, se encuentran vacíos;

-¡No como el día en que estabas junto a él!

Mi felicidad no cabía si quiera en los seis asientos de atrás, o en las casi dos cuadras de largo que mide todo el metro bus. Aquel día afortunadamente no era lunes, ni si quiera pensaban las nubes lanzar misiles de conciencia para inundar tu moral.
El niño con su chillante voz, le grita a la mamá la estación del metrobus, me despierta de un repaso por cada escena contigo…

El viaje y la caminata sin fin aparente, me trajo ahí, al lugar más excéntrico y tan escondido como lo ha pasado durante años por el frenético caminar de la modernidad.
Un rincón venido de los fabulosos principios de 1900, pequeños caballitos de bronce y armas hechas a precisión hablaban de cuando un Madero incitaba a la revolución; en otro pequeño espacio de los 30’s, la expropiación denotaba la euforia por el petróleo en toda la sala, con torres a escala para maquetas; los rasgos de una guerra a millones de kilómetros lejos de aquí enseñaba (no la aversión por las armas) al contrario, el sentimiento tan encarnado por la idea del gusto por una guerra con tanques y replicas de mortales aparatos como las armas en contra de judíos; los 60´s en el país contaban con juguetes de promoción la llegada de las olimpiadas y guardando los secretos aquellos camioncitos de Bimbo, de la peor tragedia en México, ocultada con colores chillantes y las nuevas colecciones de Mattel; lejos de lo absurdo; la caja de raspados de “mi alegría” ejemplificaba muy bien los noventas, o no olvidar las figuras “kitsch” de muñequitos encapuchados y “marías” con un bultito de algodón atrás, en el momento en que estaba de moda vestir como revolucionario, pero dejar el atuendo cuando los convers llegaran con el TLC.

Aquel lugar que juntaba en tiempos a Villa, Portillo y Salinas; era el templo de la evocación, la mejor colección vista que reconocía el valor del recuerdo; la verdadera esencia de un hombre: su niñez.

Se trataba del museo del juguete antiguo. Traída al lugar por el destino como inyección para una cabeza afligida por un fugaz amor.

Cada juguete era una expresión, otro era un suspiro, algunos eran excitación; como al toparte con las alcancías de cerámica con forma de luchador, con una pintura opaca o la máscara nunca dibujadas a la perfección, así eran los regalos en las ferias obtenidos después de aventar las canicas en tablas con los Tyni Toons; aquella vez mi mamá y mi hermana, pasábamos la noche juntas (como ya hace tiempo que no); unas papas y algún juego mecánico, nos conformaba para asegurar que éramos las más felices del mundo. A pesar que en la noche no pudimos dormir por la indigestión de las tazas locas.

A la derecha: la mansión, el castillo y hasta la granja de play mobile; un sueño para los que nacimos en los 80´s; como el primer día en la primaria, que llevaba en la mochila un play mobile y su set de dentista; Claudia (la que hacía de enfermera) me preguntó:

-¿Quieres ser de grande dentista?
-¡No! Doctora, astronauta, exploradora, maestra, gimnasta, arquitecta, actriz, policía, súper héroe, cantante, comerciante, violinista, mamá, conductora, zapatera y heladera

No quería una carrera, aspiraba más que hoy.
Era más que una colección, el boleto a la entrada de la infancia. Cuando el mundo para mí, no era lluvioso y vacío, no traía consigo ausencia y soledad; los amores difíciles eran a mis juguetes o a los tazos de colección; mi angustia no la provocaban personas, sino perderme las retas de dispararles a los patos, con el primer Nintendo que salió.

-¡Ni si quera sé! Si sentía angustia

Cada sala con su encanto, una a mi me provocaba risas y lágrimas por la añoranza de los años pasados.

Paradójico, ahora deseaba nunca crecer a diferencia de cuando nos preguntaban si queríamos ser adultos y todos seducidos por la idea de tener un trabajo, un coche, una casa… asegurábamos que ¡sí!

-¡Que equivocados estábamos!

La vida, incluso la “de los grandes” era perfecta con una visión de siete años de edad. Pero ahora ni si quiera he recorrido lo necesario y quiero regresar…
-“Por alguna razón que nadie conoce, la naturaleza castiga a los niños haciéndolos crecer”

Otro, que sí podía juzgar a partir de más años, era un señor en la sala de robots japoneses y naves espaciales de metal (como el de las latas de refresco), veía con los ojos llenos de melancolía e invocación de su vida (aproximadamente unos 72 años de edad), las locomotoras y los barcos, de sus incontables aventuras cuando sus papás salían de casa a trabajar.

-Capitán, leven anclas… (o cuando rescataba a la muñeca de su mamá del destino cruel amarrada en las vías del tren) ¡Detengan las máquinas! ¡Chu-chuuuuuuu!

Él, vestido con un pantalón que dejaba ver sus tobillos y una camisa verde olivo, se aferraba a la memoria y el buen sabor de aquellos tiempos en que no se necesitaba de la lluvia para ahuyentar a los demonios de la calle.
Eran épocas mejores, tal vez porque ahora forman parte del pasado y no podemos más que recordar lo bueno, a lo malo que en mi caso he enterrado miles de metros bajo tierra.

El ingenio de con una masa de plástico formar los luchadores congelados en pose de ataque, o las novedosas tablas con volante, como lo eran las avalanchas (anunciadas con Chabelo); hablaban de los buenos juguetes de antes; no los transformers con ocho baterías, una navaja expandible y su software para que hable con la computadora y te diga de qué color traes los calcetines.

- ¡Aun mejor!

Los de mis abuelos: soldaditos hechos con hierro puro y las muñequitas de porcelana con ropita hecha a mano y precisión, los detalles sin duda eran su valor en recuerdos y no las producciones en masa que hoy fabrican, y no permiten atesorar nada en esa armadura llena de tecnología; afortunadamente los juguetes retratan las generaciones y describen a la perfección lo que nos marcó; a los míos por ejemplo todavía nos tocaron los buenos juguetes (con mucho de los antiguos y una embarradita de la modernidad), a ésta desafortunadamente se le conoce por lo frío que son (debe ser por el metal que llevan en la sangre, debido al plomo de los Elmo´s de Japón), y como producen los medios masivos en masa a los niños de éste tiempo. Tal cual los juguetes de “high school musical”.

La lluvia cesó, revivir lo bueno apago cualquier rastro de desolación e hizo incluso pasará el tiempo tan deprisa (pese a los veinte años que recorrí), que me tuvieron que sacar casi a la fuerza.

Regreso de mi viaje, el metro bus luce igual: medio lleno, medio vacío. Las calles ahora se miran tal cual, la gente camina como un zombi allá afuera; pero yo, hoy me pude asomar a lo asombroso de mis recuerdos y el tesoro que tenían guardado los muñequitos y las cacerolas de aquel lugar: la infancia me recuerda a lo que quería ser hoy, no un adulto triste y lamentándose por el amor. Si no aquella soñadora que quería hacer todo y siempre ver la vida así:

-¡como un juego!