domingo, 17 de abril de 2011
Primer encuentro.
Cuando los sabios descubrieron la ciencia de las estrellas, no quisieron compartir su conocimiento astronómico e inventaron el calendario juliano y después apareció el gregoriano…
Basados en los número subjetivos de los hombres, el primer encuentro del cual ambos tienen memoria fue en el siglo XIV.
-Te veo como una guerrera…
Él pertenecía a la Tripe Alianza, alto y cobrizo (casi confundido con una deidad que bajaba de los cielos, hijos de la luna).
Olía a barro caliente, podía cargar enormes cantidades de material para construir sus fuertes, no era su tarea, pero ayudaba en todo lo que involucraba a su gente.
Ella venía de Tlacopan "Planta florida sobre tierra llana" caminante y vagabunda, siempre relacionada con la primavera, era sobreviviente del señorío que trajo una batalla por acabar con Azcapotzalco, fue como llegó a las tierras del guerrero jefe del ejercito de Tenochtitlán. La impactó su fidelidad y entrega por el poder de México, no podía despegar su mirada, incluso lo pintó pero veía más su esencia que aquella figura de piedra que reflejaba a los demás, lo recuerda muy bien…
Eran colores brillantes de las fibras y plantas que trajo de sus antiguos territorios, con pectorales y muñequeras de oro y un arma perfectamente dominada…
Fue a penas un encuentro para recordar el llamado de Xochipilli dios de las flores, del amor y de la fertilidad. Lamentablemente como en todo su errar de galaxias, la dificultad para acercarse hacía que se juraran en próximas vidas hacerlo de nuevo, pero esta vez sin ningún error, sin ningún rencor por el pasado que habían dejado ir, y el futuro que parecía ser cuartado por todos…
La segunda vez que se encontraron, fue en el peor escenario posible: una batalla por su supervivencia con miles de muertos bajo sus pies, y el líder del ejército le gritaba a ella:
-¡Eres una guerrera!
Cayendo por una lanza de tlaxcaltecas aliados a un ejército de otros horizontes…
El, con un dolor que no podía ser explicado corrió por ella y le tomó un cuarzo rosa que llevaba con ella del cual sólo replico:
-Hasta otra vida…
No importando las manchas solares, el tiempo, el espacio, los escenarios, la época, el viento o la luna en su cuarto menguante… Todo cambiaba en ellos, sólo había una constante: ellos
Ellos eran las mismas almas sin importar lo que hoy vulgarmente llamamos realidad.
Todos sus choques eran planeados, podían ser influenciados por las revoluciones, las liberaciones; el obscurantismo, la época de oro; el feminismo, la creación del fuego, movimientos religiosos, el capitalismo, la creación de la escritura, el surgimiento del primer computador….
Pero siempre…
-¡Siempre se encontraban!
En una cama, en las calles de Burdeos, en peleas aztecas, en una plazuela, en la cima de una montaña, en la América recién descubierta, en un mercado, en un castillo, en el desierto, en un salón de inglés…
Sus sueños habían sido escuchados, habían planeado cada detalle para re encontrarse en todos los ciclos terrestres. En ese lugar, llamado tierra representado con un calendario perversamente manipulado… Pese a eso nacieron para recibir ese sueño, fueron educados con el propósito de recordar las vidas anteriores y su destino en Nibirú (aquel planeta del cual fueron expulsados).
Continuará…
domingo, 10 de abril de 2011
Ápice
En una comunidad… una de tantas que ni si quiera figuran en el mapa o aparece registro de ella en la historia por su efímera existencia en el mundo “real” Aunque para fortuna de ellos resulta sin importancia, pues mientras más alejados estén ¡mejor!
Casi en la punta del último cerro que culmina la cordillera, ellos con una población a penas rebasando los 400 habitantes radican en “la cima del cielo”, pues no necesitan si quiera voltear hacia arriba como lo hacemos nosotros tratando de buscar figurillas en el cielo o con suerte y la luz de la ciudad lo permite, contemplar una que otra estrella que anuncia esta opacidad la lenta llegada del modernismo y trae con ella la nublosa realidad que creemos disfrutar tanto o más que los que pueden llegar a estar tan apartados; ellos: afortunados por estar entre las estrellas y tocar la neblina que nosotros creemos nubes, no necesitan levantar la vista, sino con él café preparado sostenido en la mano derecha para “aguantar el frío” voltean a un costado y al otro, y ahí yacen las figurillas, no las que pensamos, pero si otras que ellos llegan a encontrar: la humildad ubicada a las faldas del cielo y una pobreza extrema dibujando su silueta aquella neblina que se ha estancado ahí.
Huele a tierra mojada todo el tiempo, además del infaltable olor a café quemado por permanecer tanto en el fuego.
La leña recolectada para el maíz fresco que muelen desde las seis, para acompañar los frijoles que se cocinan únicamente en la comida pues en el día y noche con un café para acostumbrar al estómago.
Ahí entre el nogal, cedro, abedul, pino, ocote y por las casas de adobe ficus que “adornan” la entrada, se cuelan los rayos del sol cada mañana para dar paso a la humedad que suelta la verde picada del cerro donde ahí han hecho su hogar.
Ellos que tan apartados creíamos están del mapa de la ciudad devoradora de gente y discriminante de humildad, tierra y “fuego”, apareció sin anuncio o sin bienvenida una fuerza trayente por la necesidad de dominio y combate por una cima, en un principio cubierta de nubes y ahora descubierta por el humor de 54 soldados armados y persuadidos por la creencia de superioridad y poseedores de todo terreno perteneciente a “minorías” o indígenas que ni si quiera conocen sus derechos.
Y pese a los 208 hombres que habitan ahí, 54 o incluso la mita o hasta 1… podían doblegar y abusar de toda la comunidad por el rifle que portaban en la espalda.
Ahora la tierra mojada sosteniendo botas de hule, 11 camionetas y con el olor a ceniza por ir en su camino apagando todo aquel “sincero fuego” que a su paso se les cruzaba, adornaban lo inalcanzable para muchos y donde nunca los habitantes de ahí pensaban sería descubierto por pertenecer a la ajena realidad.
El café esparcido por el suelo de adobe, los frijoles que ese día pretendían ser para la comida, algunos troncos permaneciendo sobre la tierra junto a una cabaña, atestiguaban el doloroso crimen perpetuado ahí: la violación de su entrañable guarida, su preciada identidad, la violación a su persona y la llegada permanente a su región; que resultaba ser más hiriente esto último, que las agresiones de las que eran testigos los hombres, con una impotencia de no poder hacer nada, o sí la valentía les ganaba y se apresuraban por quitar las manos de sus hermanas, mujeres o hijas atemorizaban este acto con un balazo justo en la cien a quien cruzara la línea hecha por la leña y los frijoles del piso.
Ese 4 de mayo paso todo, menos la creencia de que ni el “cielo” pueden dejarlos en paz.
Mi vida moderna
A Javier y
sus perros
In memoriam
La cita es pactada casi por
obligación. Una voz por teléfono ha insistido semanas atrás por una “charla
rápida y sencilla”, con las pobres palabras que intentan consolar su dolor:
—Debemos
difundir tu problema…
La voz de
Javier se entre corta. Cuelga para no evidenciar su condición.
AÑOS ATRÁS
Llevaba una vida “normal”, casi
monótona e imperceptible para los reflectores del juicio social. Su trabajo no
era ni más ni menos que el acostumbrado; el trayecto a casa-oficina era un
tránsito detenido por el tiempo, el flujo de personas caminando sin rostro ni
voz (la vida “moderna” es así); un sol de las tres de la tarde, quemaba y
asfixiaba la multitud que sale a comer.
Su pensamiento
no varía al de ayer, antier, hace una semana o un mes: Camión… Trabajo… Camión…
El gris de la ciudad ha hecho de Javier uno más.
—¡Pásele,
pásele… Todo rebajado a tres pesos!
—¡Súbale!
Clínica 6, Pepsi , Unidad Santa Martha , Bosques de Escobedo…
El claxon del
coche al lado de Javier suena sin cese y distorsiona un sonido casi
imperceptible que ha roto con los habituales sonidos; apenas un llanto que
proviene bajo sus pies roba su atención. Sus botas café claro (de construcción)
tienen sangre en la suela gruesa que pisan la cola de un animal. Un gato negro
de mediana edad permanece tirado al lado de la avenida, parece que ha sido
arrollado y sólo ha llegado hasta la acera para esquivar otro aventón más…
Javier
observa a su alrededor, todos miran al gato agonizar pero nadie detiene su
paso; lo único que se limitan a hacer es ignorar o decir:
—¡Pobre!
Mira
incrédulo la situación, pero más que por el animal moribundo, se sorprende de
los demás.
—¡La
vida moderna es así!
El
gato con fractura de costillas, patas y mandíbula; salvó su vida
milagrosamente, después de perder gran cantidad de sangre y lo peor: la
indiferencia del animal racional.
Así,
empezó Javier a salvar las vidas de cualquier animal: gatos, perros, pajaritos,
tortugas y hasta peces. Afortunadamente, ahora no solo pensaba en lo habitual o
llevaba una vida normal… Ahora prestaba su oído, vista y olfato a lo que había
alrededor fuera de la rutina banal de un trabajador: la violencia, abuso y
dolor de los animales.
Desafortunadamente,
ya no podía desviar o ignorar el problema, como lo hicieron cientos de hombres
que pasaron aquel día junto al gato. Ahora miraba en cada esquina de su camino
a casa, perros enfermos, hambrientos, amarrados bajo un sol abrasador,
sometidos a torturas por niños que buscan “diversión”, e ignorados por aquel
fluir de hombres de esa ciudad gris a la que Javier ya no pertenece.
Fue así que
ante la falta de una conciencia de los hombres, decidió albergar a cada animal
que encontraba a su paso; primero empezó con los gatos, veinte para ser
exactos; luego siguió con los perros hasta llegar a más de cuarenta.
No podía pedir
más. Su deseo por salvarlos y tenerlos con él, se veía realizado y además era apoyado
por amigos, vecinos y protectores independientes.
Su
trabajo creció. Aquella rutina se veía alterada por el mantenimiento de su
departamento de apenas unos metros: galones de cloro para limpiar; costales de
croquetas y latas para alimentar; decenas de bolsas de arena (marca Misifuz) para los gatos, y kilos de
periódicos para los perros; y cuando se podía dar uno que otro lujo, compraba
pollo desmenuzado de premio para ellos.
Su
salario que antes era justo para pagar la renta y una vida de “soltero”, se
convirtió en insuficiente para su “familia” y para él. Mendigar, pues parecía
que nadie podía ayudarlo económicamente, era una actividad diaria a la que
tenía que recurrir.
Un
día fue con el presidente municipal, pues le había enviado un citatorio por los
animales que (según palabras escritas) “representaban un daño para la
sociedad”.
—¡Mira
cabrón… ya ves como es la gente! Mejor muévete de ese lugar a un terreno fuera
de la demarcación, los ejidatarios no se dan cuenta. Te doy cinco mil pesos y
ahí la dejamos.
Germán
Romero Lugo, quien habría llegado hasta ahí por el PRD, se atribuía una
confianza con Javier que se convertía en cinismo ante tales comentarios. Romero
Lugo, ostentando cadenas de oro y paseando por “las calles de su gente” en una hummer h2 negra que contrastaba su color
cobrizo de la piel, pedía a Javier que invadiera otro terreno (pero eso sí,
fuera de la demarcación) para librarse de ese problema.
—Con
cinco mil pesos compro la comida de medio día de ellos…
Javier
le gritó.
Se retiró
molesto, por las bárbaras palabras de “su presidente municipal”, por quien votó
las elecciones pasadas creyendo en el “verdadero cambio social”.
Otro
día más, tuvo que vender las pertenencias y los recuerdos de alguna novia que tuvo
para sacar dinero, los lavaba, y otros los pintaba de colores para que no
notaran el daño por el tiempo y ponía una etiqueta al frente con la leyenda
“Gracias por darnos de comer” seguido de la foto de Tony y Fidel, un labrador
que llegó en pésimas condiciones por ser violado por su antiguo “dueño”, con el
ano destrozado y un miedo indescriptible; Fidel con más suerte, solo le quemaron
sus huellas porque rasguñó al “hijo pequeño” de 13 años.
Algunos
protectores le ayudaban con gastos y material en especie, pero a veces ni si
quiera ellos tenían para mantener a sus otras manadas de perros y gatos, y
dejaban de ayudarlo.
Días
enteros se quedaba sin comer para “ahorrar” en gastos y utilizarlo para ellos.
Recurrió incluso a ir a la central de abastos y esperar junto al puesto de
croquetas al mayoreo, para ver quien olvidaba un encargo y “volarse” el costal.
¡La
vida moderna es así! Que ni si quiera veían a Javier esperar horas para tomar
un costal y llevárselo sin pagar…
En
ocasiones creía que era tan invisible como los animales que el sólo veía.
PRIMERA ENTREVISTA
Teme por la seguridad de sus
animales y por la de él, ha recibido cientos de amenazas por parte del
municipio de Jaltenco, por denunciar en los medios lo ocurrido.
La cita se
realiza en la casa del amigo, del primo de una protectora por temor a una
trampa por parte de nosotros. Llega temeroso y las primeras palabras que cruza
son:
—¿Quién los
mandó? ¿De qué medio son?
Se limita a
contestar las preguntas, tiembla su voz.
DÍAS ATRÁS
El peregrinar de casa en casa, de
asociación a autoridades, de los medios o patrocinadores, lo agota y deprime
por las negativas de ellos. Piensa en arrojar la toalla, pero su departamento
que ahora comparte con más de cincuenta inquilinos y el coraje que corre por su
venas, al enterarse de cada situación de ellos, hace que siga e intente ahora
buscar el terreno que necesitan para habitar.
Un día, recibe
la llamada que esperaba meses atrás, al abrir su cuenta de banco para
donativos. Es Julia, su amiga que le da la buena noticia para al fin salirse de
esa unidad habitacional.
—Ha sido una
pesadilla seguir ahí con esos vecinos…
Los del 302
(departamento más cercano al de Javier), hicieron de todo para correrlo de ahí.
Prendieron una bola de estopa bañada en alcohol afuera de la puerta de Javier,
mientras salía por el alimento. Esperaban que el humo asfixiara a los animales
y dejaran de aullar. Otro día mezclaron amoniaco con detergente para meterlo
con una manguera por debajo de su puerta y esperaban que bebieran su mezcla.
Incluso, le hicieron brujería con una bola de pelos y listones rojos que
colgaba sobre la entrada.
Javier
no podía hacer nada, tenía a las autoridades y a los vecinos de todo el
edificio en su contra.
Desde
esos días, dejaba encargada a su amiga Julia el departamento para que los
cuidara, mientras él iba por el alimento.
Era
un trueque rápido, le daban la comida y corría al departamento para no
ausentarse más de lo debido.
Pronto
corrieron la voz, algunos medios que empezaban y aun teniendo el ideal por el
que se metieron en “esta chamba” de poder denunciar las verdaderas injusticias,
lo entrevistan y graban su situación.
Por
esa nota (que salió a las once de la noche en Cadena Tres), fue que se enteró
un grupo que toca música de los Beatles, cuatro chicos que intentaban formar su
nueva banda, que guardaron sus canciones para tocar “las que si jalaban”.
—El
medio está tan peleado, que nos pedían cerca de ciento cincuenta mil pesos para
hacernos publicidad por internet y otros doscientos mil si queríamos entrar a
los festivales de rock que organiza “Bacardi”.
Optaron por
los “covers” y por ayudar a Javier con su música. Organizaron un evento con
toda una hora de música en vivo y bebidas de cortesía, el evento ameritaba una
fiesta en grande. Pretendían juntar el dinero necesario para adecuar el terreno
que ya habían encontrado para mudarse allá en unos días.
Algunos
llevaron pintura para las bardas del nuevo refugio, muchos eligieron llevar
costales de croquetas; quienes asistieron tenían hambre de música, pero más
hambre por ayudar a Javier. Compraron de todo para apoyarlo, hasta hicieron
playeras para recaudar fondos y salir de una vez del edificio. El evento
terminó a altas horas ya de domingo, con borrachos necios y otros protectores
queriendo continuar la fiesta. Fue así como se alcanzó la meta; y se lanzaban
nuevas oportunidades para las decenas de animales que ya iban a tener un
espacio más grande y con mejores atenciones que el reducido departamento de un
mesías anónimo y sin recursos.
Paradójicamente,
a un día de mudarse al terreno, con sus comederos, costales, juguetes y ropa
empacada. Javier salió por un último donativo que le faltaba…
SEGUNDA ENTREVISTA
—Nos quedamos
de ver por la Condesa, tratándose de donativos no puedo exigir que vayan hasta
Jaltenco…
Eran
aproximadamente las tres de la tarde, justo cuando el tiempo se detuvo para él.
Como
acostumbraba al ausentarse, Julia cuidaba los animales mientras leía un Tv
Notas o veía la telenovela del Dos; no solía llamar a Javier mientras se
entrevistaba con un patrocinador o un donante, a menos que fuera una emergencia.
Javier
se detiene unos minutos a comer en una cocina económica, pide dos tacos de
guisado cada uno en diez pesos, para solo tomar del gasto lo necesario. El tono
del teléfono de Javier (que es la nueva canción de Luis Fonsi), suena y en la
pantalla aparece: Javier casa.
—¡Llegaron
unas camionetas del antirrábico con uno hombres encapuchados!
Grita
Julia, pues ya se encontraban en la puerta del departamento tocando como si
quisieran derrumbarla. Cuelga sin decirle más.
Sube
al coche y toma Av. Oceanía. Cada minuto avanza a penas 5 coches, el sudor
escurre por su frente y el latido de su corazón oculta el de una ciudad con un
tránsito detenido por el tiempo, el flujo de personas caminando sin rostro ni
voz, un sol de las tres de la tarde, que quema y asfixia entre los coches que
se encuentra.
Recibe
otra llamada.
—¡Están
matando a tus perros!
Toca
desesperado la bocina, como si pudiera abrirse paso y tranquilizarlo esa
acción. Cierra el puño de la mano derecha y pega en el volante mientras su
llanto es incontrolable.
—En
ese momento quería que me salieran alas…
JULIA
Cuelga el teléfono y trata de
impedir la entrada a los encapuchados, les grita sin resultados y les pide que se
identifiquen. La empujan fuera del departamento, su resistencia no sirve y solo
hace que la tiren al suelo. Hay mucha gente alrededor, solo mirando una
impunidad total; son sus vecinos que apenas hace unas horas le daban a Julia
los “buenos días” y le pedían favores cuando llegaban a irse de vacaciones. Son
esos vecinos que se quedan parados, mirando como tiran y le pegan a una mujer…
Mientras
está en el piso, mira a siete hombres vestidos con chamarras negras y el escudo
del municipio de Jaltenco, regresan a las camionetas, también con el escudo
grabado, sacan cinco machetes, tres
cuchillos y una caja electrificada.
Entran
sin que nadie los detenga. Cierran y espera afuera un hombre con rifle por si
alguien intenta interrumpir su crimen.
Llantos,
primero de gatos y luego de perros, salen de la puerta. La caja electrocuta a
los veinte gatos de Javier, los perros son recibidos a tubos y machetazos.
Ella
llama sin dudar a Javier
—¡Están
matando a tus perros!
El
agente le quita el teléfono y pide a los policías que llegaban al lugar que la
remitan al MP.
HÉCTOR JOSÉ
Él, quien apenas conocía a Javier
por el evento organizado un día atrás. Estaba cerca del municipio.
—Me
llamó Javier para decirme que le habían avisado que estaban matando a sus
perros. Corrí hasta el departamento de Javier y fui recibido por personas de
negro, encapuchados con armas largas, machetes y tubos. Les pedí que dejaran de
golpear y machetear a los perros.
—¿Eres
el dueño de los perros? —Aquel hombre, que ni si quiera daba la cara le miró
con una desvergüenza que enfermó por días a José.
—¡No!
¡Pero son de un amigo y vine a ver qué pasa!
La
voz se le quebró ante los hombres que se le acercaban y ponían machetes cerca
de su cara. En ese momento lo metieron al departamento, golpeándolo con los
tubos y como si fuera poco, todos lo patearon hasta romperle sus costillas.
— ¿Sabes
que estás metido en un grave problema?
Le
dijeron los encapuchados, al mismo tiempo que lo tiraron junto a los perros
agonizantes.
—Alcancé
a ver a Tomás, un perro que gritaba desgarradoramente por el dolor de sus
heridas. Otro perrito que al huir, de un machetazo le cortaron una patita y a
pesar de eso siguió corriendo.
—¿Eso
es lo que quieres? ¡Pues eso tendrás!
—Me
aventaron sobre los perros masacrados. Me oyeron llorar por no poder hacer nada
por los perros. Les grité a los vecinos y todos se quedaron callados. Afuera
estaban policías municipales impedían entrar a cualquier persona. Junto con los
animales destrozados, me subieron a una camioneta y no me permitían subir la
cabeza, con las botas me la bajaban y quedé totalmente empapado en sangre de
los perros. Al ver llegar policía estatal, sentí un gran alivio, pensé que me
rescatarían, tengo muchos amigos en la policía estatal, pero no hicieron nada. Me
amarraron con cinta canela los pies, manos y me llevaron al MP quien no
encontró ninguna razón para consignarme, por lo que me volvieron a subir a la
camioneta y me fueron a tirar hasta una pequeña barranca no muy lejos de aquí.
Desde ahí me regresé caminando y aunque son las dos de la mañana, estoy vivo.
JAVIER
—¡No quiero hablar más del tema!
Eso nunca me va a pasar a mí…
En varias ocasiones, por
no decir siempre, dices:
—Eso
nunca me va a pasar a mí…
Bajo
un árbol enorme (de esos que ya no se ven por la ciudad) con el tronco más
grueso que los macetones que ponen para adornar, las ramas parecen colgar
series de focos navideños. Nos hemos refugiado del sol y la multitud está alrededor
de la gigantesca plancha de cemento.
Al
lado mío, una señora de 72 años con vestido verde y cabeza blanca, huye de la
insolación y mira a todos los que pasan con bolsas y maletas llenas de
despensa.
—¡Ni
que se fueran a cambiar de casa!
La
condición emocional, que me ha provocado pisar un lugar así y mirar que no soy
la única, hace que me guarde cualquier comentario y omita una opinión. Siento
un extraño luto por la pérdida de la libertad.
La
hija de mi compañía (esa señora con vestido verde), se acercó apresurada
perdiendo su lugar en la interminable fila que desde hace horas atrás se
formaba alrededor del patio central.
—¡Mamá,
que las naranjas con cáscara no pasan!
La
mamá e hija pelan con prisa las naranjas; horas después me entero que ningún
alimento con cáscara puede pasar porque al fermentarse son usadas para producir
alcohol, para inyectarles sustancias ilícitas o hasta para usarse como armas
blancas, para lanzar el jugo en los ojos.
—Es mi hijo el
que está aquí…
Se sentó
otra señora de mi lado derecho con los zapatos sucios y un cansancio en su cara,
escucho con atención.
—Estaba
en la fiesta, no le voy a negar que mi hijo no toma… salió borracho y se acercó
a un coche para orinar, unos policías lo vieron, le querían sacar dinero y se
enojó mi hijo. Los golpeó pero ¡no pudo con los cuatro! Se lo llevaron al MP
diciendo que iba a robarse el coche…
A
penas diez minutos transcurridos son suficientes para contar lo que están
viviendo, la necesidad por ser escuchadas nos hizo confidentes en tan poco
tiempo.
—¿Cuánto
tiene el tuyo hija?
—Una
semana…
—¡Por
orinar mi hijo paró aquí!
No
tenía que decir más, para saber en ella su indignación y los absurdos por los
que él y cientos estaban a un muro de distancia.
—El
mío por robo calificado.
La
señora que nos escuchaba decidió romper el silencio y bajo ese anonimato lleno
de comprensión y entendimiento habló de su hijo, no sin antes defenderlo y
justificar lo que los trajo hasta ahí:
—Mi
hijo es buen muchacho, las madres siempre tratan de encaminarlo… Se juntó con
una niña que le hacía “a la mona”; él no tenía ningún vicio, pero por ella
empezó a drogarse. A él gracias a Dios no le faltaba nada, pero la mujer robaba
para conseguir droga, se embarazó y ahora atracaba en el microbús para ella y
para el niño. Mi hijo se quedaba en la casa esperándola y cuidando al niño.
Hasta que los vecinos se pusieron de acuerdo para denunciar a la muchacha, los
policías fueron a buscarla a la casa. Dejó lo que robó ese día en la recámara
de mi hijo. Cuando vio a la tira, mi hijo tomó al bebé, y usted sabe que con un
bebé en brazos no se corre igual, y pues me lo agarraron… La mujer nunca
apareció, al niño ya lo recogió el DIF y ahora mi hijo está pagando su amor…
En
las manos tiene un papel que le ha dado vueltas y vueltas al contarnos su
historia, lo dobla y se lo lleva a la cara para secar el sudor.
—Mi
otro hijo, el más pequeño tiene 14 años, vio el vicio en la casa y ahora lo
tengo en un anexo.
Hace
una pausa en espera de comentarios, pero ni la señora ni yo nos atrevemos a
decirle algo.
—Afortunadamente,
tengo mi puesto de dulces y estamos con el abogado de oficio, dicen que es
bueno…
Llega
su esposo y se va. Se despide como si nos conociéramos de años, la plática y el
estar ahí nos hace cómplices y compañeras. La señora de 72 años se queda bajo
la sombra del árbol, ya que por la contingencia sanitaria, las personas mayores
no pueden entrar, me despido de ella y corro a la fila.
De
seis filas en total, dentro de procesos innecesarios y llenos de corrupción, la
primera que haces dura unas seis horas, otras que duermen ahí pasan doce horas
para poder entrar primero y contar con una hora más para estar con su familiar.
—Los
minutos aquí son oro. —Dice el señor que ha traído su cobija y una silla de
plástico para apartar el primer lugar en las interminables filas. Pero pese a
la desvelada, le toca la ficha número 75.
No
tan afortunada y siendo las seis de la mañana, te marcan en la muñeca el número
289. La tinta negra de aceite hace que por más de dos días recuerdes lo que
simboliza ese número.
—Y lo que te espera…
Un camino sinuoso lleno de
humillaciones y trato como lo que significas para aquellos custodios que
aprovechan tu desesperación y ansias por ver al que está sufriendo adentro,
para sacarte dinero por todo, ellos te ven como: “el familiar de un
delincuente”, pues no distinguen si has llegado a ver a tu hijo por cometer el
crimen de orinar en un coche y estar sentenciado a 12 años, por defender a un amigo de los abusos de la
policía con 5 años; por el deportista de lucha greco romano que en julio se iba
a ir a los panamericanos y que por estar en su coche con el estéreo a todo
volumen ahora no tiene derecho a fianza por alterar el orden público y no darle
al poli para “el chesco” o por cualquiera de las decenas de historias que
escuchaba mientras permanecía parada en el sol que quemaba hasta la más mínima
alegría o esperanza por ver a la persona que con la vida apagada espera verte
por lo menos a ti feliz por estar en un lugar mejor que adentro.
Son peores los
resultados: una tortuosa visita, ya que tantas injusticias te revelan la
realidad del sistema penitenciario y la aplicación de la famosa ley de Darwin
“La ley del más fuerte” traducida en el contexto mexicano: a “La ley del más
rico, del más influyente, del cabrón” porque los que han llegado hasta ahí, el común
denominador ha sido por la ignorancia de sus derechos, la falta de dinero o el
caso mío y de cientos más, porque alguien le llegó al precio al juez.
Pasada la
primera de seis filas, continua otra de registro; por si fuera poco además de
aquella semana de angustia y donde apenas te enfrentas a lo terrible de tener a
uno de los tuyos en el reclusorio. Las actividades se ven entorpecidas por la
famosa influenza, aquella que ha sembrado miedo en la población en general;
pero en el reclusorio no les importan las amenazas proféticas de los medios de
una pandemia, la gente está al pie del cañón sin cubre bocas, amontonada en
multitudes y como si le facilitara las cosas a ese dudoso virus, la mayoría de
la gente de clase baja está reunida con gripes y expuesta a un sol delirante.
—¡Que
influenza, ni que nada! Aquí tenemos cosas verdaderamente importantes por las
cuales preocuparnos y estos puercos (refiriéndose a los custodios) no nos dejan
entrar.
Grita
una señora igual a las que generalmente acuden ahí: babero a cuadros, pantalón
de algodón, chanclas y cabello corto con un tinte muy lejos al de su color
original.
Por este
obstáculo “los puercos” como así los califican con todo el mérito recibido,
hacen “su agosto”, pues además de la cuota normal que piden, ahora cobran
veinte pesos más por la influenza. Pero se vieron generosos y en su paquete de
corrupción incluyeron un gel desinfectante y cubre bocas (que se supone
gratuitos por parte del gobierno del D.F.) que solo fueron gratuitos cuando
estaba el Jefe de Gobierno de visita en el reclusorio y los medios grababan “la
generosidad” del Gobierno. Cuando se marchó el último camarógrafo de Milenio,
empezó la vendimia obligada para entrar.
La
tercera fila de seis, era más caótica que las anteriores, pues se trataba de una
sala compuesta por diez filas, cuerpo contra cuerpo y un calor que deprime los
sentidos; con ese cansancio inexplicable y el aturdimiento de tantos olores de
comida podrida o la mezcla del sudor de cientos de personas que aguardamos en
la revisión de la comida. El mecanismo es así: para evitar infiltrar drogas,
alcohol o armas, las custodias (todas ellas mujeres) revisan a detalle cada
producto que metes en bowls o tuppers, con cucharas llenas de la comida
que revisaron antes que la tuya. Meten ese sucio metal en la tinga que le ha
preparado su mamá a Jorge, un joven de 17 años que está en ingreso y fue
golpeado recién llegó por no dejarse quitar sus tennis Nike que apenas se había comprado en las rebajas de Martí; el metal
sucio que tenía merengue y lo que parecía mole verde en la parte inferior de la
espátula, revuelve el guisado y verifica que no estén en el fondo del suculento
manjar, bolsas de piedra o de hierba…
—Aquí
uno se la sabe de todas, han metido coca hasta por el ano.
Por
eso, hay otro retén después de haberte revisado la comida. Sigue la fila para
revisión personal.
Generalmente,
en la revisión para mujeres abundan las custodias corpulentas, pelo corto y
otras que disimulan: cola de caballo relamida con gel, con pantalones angostos
y playeras más aguadas que un camisón. Son quienes te revisan y aprovechan para
tocarte entre tus senos y la vagina con el mejor pretexto: no introducir drogas
al interior del reclusorio y de paso aprovecharse de esa impresión que causa
pisar un lugar así por primera vez y pedirte dinero porque esos tennis no
pueden pasar…
Algunas
mujeres corremos con suerte y pese a un mal trato o a que nos tocaron “de más”,
nos dejan continuar. Pero a la joven delante de mí, con jeans y playera ajustada, no le fue tan bien, pues la custodia pasó
sus manos entre sus piernas se detuvo porque sintió lo que ella calificó “como
un bulto”.
—¡Bájate
los pantalones y enséñame lo que traes ahí!
La
chica volteó hacia atrás y con una mirada de auxilio, dio un largo respiro y
enseñó que entre sus piernas estaba la toalla sanitaria que se puso horas antes
de ingresar.
—¡Pásate!
Pero para la otra no me traigas de las gruesas…
Su risa cínica
me hace temer mi turno, tiemblan mis manos mientras me toca y me pide el dinero
acostumbrado para que “no me la arme de tos”. Corro a otra fila que espera por
fin la entrada al reclusorio.
Es como una
secundaria de gobierno… sus paredes están despintadas y con huellas de manos
sucias que se han recargado ahí ante el cansancio de traer más de cuatro bolsas
(pues tiene que valer la pena el viaje), cada una pesando más de diez kilos;
hay letreros hechos a mano, otros en computadora (la modernidad también llego
ahí) explicando las rutas y los procesos que hay que llevar para visitar a los
internos. Huele a tristeza y resignación. Parece una escuela abandonada, no de
gente, porque habemos muchos zombis en ese lugar al que acudimos en millares,
sino abandonada por la justicia, por el reflector crítico de la sociedad o del
gobierno, por la ley, pues adentro es más fácil conseguir droga y a “precio
especial” que afuera. Adentro abundan las armas y el alcohol, adentro,
paradójicamente las leyes se rompen y los custodios infringen cualquier derecho
que tenías antes “cuando eras ciudadano”, adentro prevalece “La ley del más
rico, del más influyente, del cabrón”.
La
última fila nos esperaba de las seis truculentas formaciones, era rápida… No te
exponía a tortura psicológica. La credencial del IFE (por lo menos para algo
sirve) y dos sellos de tinta imperceptible para el ojo humano que te ponen en
el antebrazo derecho; para que al salir, tu brazo sea expuesto en una caja con
luz neón y vean que no te has cambiado con el reo o salga alguien sin
autorización. Algunos tienen mala suerte de que con el camino y el sol que pega
directo, se les borra el sello y tendrán que dar más de cien pesos a cada
oficial para poder salir del lugar sin sello invisible, una vez que hayan demostrado
que son visitantes y no un reo más.
Después
de este camino, hay un alambrado que reina en el lugar. Los custodios me siguen
hasta dónde está mi familiar, aquel con cara cansada, decepcionada y
desilusionada. Es un semblante que no puedo (o mejor dicho) no me atrevo a
describir. ¡Sabrá Dios, lo que a él le ha tocado vivir!
Camino
hacia él, su ropa beige prestada o comprada por cinco pesos es el outfit de ese día. Me concentro para no
pensar en lo mal que la ha pasado. Seguramente yo estoy en la gloria.
Él mira de pronto. Es su hermana
con cuatro bolsas, cada una de más cinco kilos.
—¡Tiene que
valer la pena la visita! —Le oye decir.
Camina hacia
ella, reacciona con una risa fingida, quiere hacerle creer que todo está bien.
Su encorvamiento delata su cansancio, endereza el pecho y saca la última
alegría que le había robado ese lugar, la saluda y queda frente a ella, sólo le
queda responder ante la pregunta de su hermana.
—¡Estoy bien!
¿Y tú?
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